Anteayer, en clase, nuestro profesor más "historias" que jamás he tenido se detuvo un tiempo para contarnos un curioso e interesante hecho real.
Nos sitúa en la ciudad de Nueva York en 1870, cuando comienza la construcción del famoso Puente de Booklyn. Éste, desplegando unos 1800 m. de longitud en el aire para unir Manhattan y Brooklyn, fue diseñado por una firma de ingenieros propiedad del ingeniero civil John Augustus Roebling.
Pues bien, este señor con lo único que tuvo suerte en la vida es con aquello de resultar un genio de la ingeniería, porque morir de la forma que murió, no se traduce en ser
suertudo. John Roebling se rompió un pie durante la construcción cuando un barquito chocó contra la zona en la que se encontraba dando instrucciones. Se conoce que el barco portaba una lanza en proa... y cuando encalló en el muelle, le atravesó el pie. Mentira, esto último es suposición mía. Total, que pocas semanas más tarde, nuestro amigo John murió debido a esa enfermedad que te dicen de pequeño que coges cuando te clavas un clavo oxidado... el tétanos, le amputaron los dedos del pie por su accidente y si el cirujano en cuestión no era muy bueno... PAM.
De repente había un puente maravilloso a medio construir, y el máximo dirigente del proyecto coge y se muere. Esto en cualquiera buena familia puede ocurrir. Lo que sucedió a continuación es que el hijo de nuestro John, Washington Roebling, le sucedió en el cargo. Pero tal es la suerte que corrió esta familia, que recordemos no iba más allá del hecho de tratarse de mentes privilegiadas, que Washington también sufrió un pequeño accidente laboral mientras trabajaba en los pozos de cimentación. "La enfermedad de los buzos", derivada de unos problemas con compresiones y descompresiones en una cámara de aire durante la ejecución de los mencionados pozos de cimentación, le postró en una silla de ruedas. Es triste la suerte de esta familia. Pero no hay mal que por bien no venga.
Incierto, a mi no me gusta ese dicho, y tampoco encaja del todo en esta historia, pero mola decir alguno de vez en cuando. De alguna manera esta situación llevó al límite a Roebling Jr., quien desde un pequeño apartamento neoyorquino que él mismo compró junto a las obras del
todavía-no Puente de Brooklyn, supervisaba cada día en la distancia aquel elegante mastodonte que enlazaba los dos barrios. Pero esto como estaréis pensando... no era suficiente.
Una de ellas entró en escena. No significa que no anduviera por la escena años antes... pero seguramente pasaba más desapercibida. Emily Warren , la esposa del hijo de nuestro querido y ya fallecido por aquel entonces John, se convirtió en la ayudante del primero de ellos. Ésta cada mañana recibía las instrucciones de su marido y se dirigía a la obra con nuevos objetivos que alcanzar. Aprendió los objetos más importantes de ingeniería, lo suficiente y más como para dirigir la obra de uno de los puentes más importantes de la historia, lo suficiente como para cada día enfrentarse al barro y los cansados obreros que estaban a su disposición.
Emily Warren fue una de ellas, una de esas mujeres que cada día hacen historia en sus casas, con su familia, en su trabajo, en su soledad o en su genialidad.
Emily Warren fue la primera en cruzar el Puente de Brooklyn una vez ella dio su última directriz.
Cosas que pasan cuando un profesor intenso... se deja llevar en el día contra la violencia de género. Y que conste, con todos mis respetos, que no me gusta celebrar este tipo de días especiales.